Leo La ciudad de las palabras, de Alberto Manguel, y anoto:
Las palabras no sólo nos otorgan realidad; también pueden defenderla. En la Edad Media, se suponía que los poetas irlandeses podían proteger los campos de trigo y de cebada "matando a golpe de rima a las ratas", es decir, recitando versos en los campos en los que los roedores habían hecho sus nidos. En el siglo XVI, Tulsidas, la gran figura de la poesía hindi, autor de la versión del Ramayana que incluye la epopeya de Hanuman y su ejército de monos (el célebre Ramacaritamanasa o Lago de los hechos de Rama), fue encerrado por el rey en una torre de piedra. A solas en su celda, Tulsidas recitó su poema en voz alta y de esa recitación surgieron el mono Hanuman y su ejército, que irrumpieron en la torre y liberaron a su hacedor. En 1940, dieciséis años después de la muerte de Kafka, Milena, la mujer que tanto había querido, fue detenida por los nazis y enviada a un campo de concentración. De pronto la vida pareció convertirse en su reverso: no en muerte, que es su conclusión, sino en un estado demencial y sin sentido, un estado de un sufrimiento brutal que no respondía a culpa alguna ni tenía ningún propósito visible. Intentado sobrevivir a esa pesadilla, una amiga de Milena concibió un método: recurrir a los libros que había leído hacía tiempo y que, inconscientemente, almacenaba en la memoria. Entre los textos memorizados figuraba uno de Máximo Gorki, "Ha nacido un hombre". La historia relata cómo el narrador, un muchacho que acierta a pasar un día por un lugar de la costa del Mar Negro, se topa con una campesina que está aullando de dolor. La mujer está embarazada; ha huido del hambre que azota su aldea y ahora, sola y aterrorizada, está a punto de dar a luz. A pesar de sus protestas, el muchacho la ayuda. Baña al recién nacido en el mar, enciende una hoguera y prepara un poco de té. Al final del relato, el muchacho y la madre siguen a un grupo de campesinos; el muchacho sostiene con un brazo a la madre; en el otro, lleva al niño. El relato de Gorki se convirtió, para la amiga de Milena, en un santuario, un pequeño lugar seguro en el que podía refugiarse del horror cotidiano. La ficción no ofrecía ningún sentido a su desgraciada situación, no la explicaba ni la justificaba; ni siquiera ofrecía esperanza para el incierto futuro. Simplemente existía como un punto de equilibrio recordándole que había una luz en medio de aquella oscuridad y ayudándole así a sobrevivir. Ése, creo yo, es el poder que tienen las ficciones.
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