martes

¿El último intelectual?



El término mismo es pretencioso. Está asociado a un estereotipo más sucio que pintoresco: boina, cuello de tortuga, pipa; frases hechas, opiniones de todo tipo y sobre todo, juicios grandilocuentes. Monsiváis no siempre usaba cuellos de tortuga, ni boinas, pero sus muchos gatos, su cabello arremolinado en caótica tempestad, nada de sacos ni corbatas, su desaliño total suplía nuestras preconcepciones sobre su gremio; cuando le entrevistaban, una necesidad compulsiva de soltar frase tras frase que denotara su ingenio, su humor siempre apresurado y torpe. Monsiváis fue un estereotipo de sí mismo. Y, lo confieso, su persona nunca despertó en mí respeto ni admiración (seguramente dado que sólo había conversado con él de manera rápida un par de veces; pues los que le conocieron aseguran con sus manos al fuego que el hombre era un ser humano entrañable; no lo dudo, pero apelo a mi ignorancia). Sin embargo, quién más que su obra para callarme la boca una vez tras otra. En cada uno de sus artículos, crónicas, ensayos, de sus libros en apariencia desordenados, de su prosa a trompicones, en cada una de sus frases, algo se ilumina.


Iba en el coche, casi llegando a casa, el sábado que escuché por la radio la noticia de su muerte. Un matrimonio de amigos míos, muy amigos suyos, hace algunas semanas me habían informado que su muerte era inevitable. Nada había que hacer, sólo esperar. Muerto, pienso que el único homenaje que realmente merece es que quienes no le hayan leído, le lean; quienes le hemos leído y disfrutado, que le releamos. Y eso he hecho.


Antes, una búsqueda rápida por la red. Leo «Conciencia crítica», el breve texto que su amigo José Emilio Pacheco publicó en El País a raíz de su muerte. Dos ideas: la perdida de Monsiváis nos lleva, sobre todo, a la resignación a no verlo más en la televisión, no leerlo en el diario, no encontrárnoslo nunca más en las innumerables presentaciones de libros ni mesas redondas a las que asistía. El mismo José Emilio, durante la presentación que hizo del premio FIL 2006 a Monsiváis, aventuró un par de hipótesis sobre su ubicuidad: «La primera hipótesis acerca de este enigma es que la ciencia nacional ya ha logrado en secreto la clonación: hay un ejército de Monsivaises que fingen ser una sola persona. La segunda se apoya en la magia del México profundo: como la protagonista de la más hermosa historia fantástica inventada anónimamente en este país, La Mulata de Córdoba, Monsiváis posee el don de la ubicuidad, la solidaridad con los oprimidos, el poder de escapar a todo lo que pretende cercano y el privilegio de la eterna juventud». La segunda idea completa a la primera: la muerte de Monsiváis nos representa la pérdida de una de las más lúcidas y omnipresentes conciencias críticas de nuestra cultura (alta o baja, da igual).


Leo, también, en el Blog de la redacción de Letras Libres, una entrada de Rafael Lemus (uno de los decanos de nuestra futura crítica literaria, según el propio José Emilio) sobre Monsiváis. Aunque la fuerza perlocucionaria de su texto es precisa (Rafael trata, si no me equivoco, de desmitificar la presencia monolítica de un hombre heterogéneo y polifacético), no concuerdo con él en una sola idea: Rafael parece sugerir que no hay en la obra de Monsiváis un núcleo, un tema que pueda englobar, aunque sea en su mismo caos, los tan diversos intereses que motivaron su escritura.



Ahora sí, a releer a Monsiváis. Un primer recuerdo: hace algunos años leí Las alusiones perdidas, el texto que recogía las participaciones de Pacheco y Monsiváis durante la entrega del Premio FIL 2006. Herralde, afortunadamente, no dejo que estos textos se diluyeran en el olvido de los asistentes, y los publicó en un pequeño libro en el que ahora creo encontrar algunas de las claves para leer la basta obra de Monsiváis. Cuando lo leí, no me percaté en qué medida había influido en mí. Así sucede: nuestras ideas —se sabe— no son más que un conjunto de frases prestadas, que cuando lo son inconscientemente, se acoplan a otras y forman un sistema de creencias no original en sus partes, pero sí en su conjunto. No quiero alargar esto, que daría para un pequeño libro, así que me limito a citar a Monsiváis, las ideas que creo que están presentes en su mirada atenta y siempre imaginativa:

El mayor enemigo de la lectura no es el culto de las imágenes, ni el desdén por todo lo que envía a desenterrar un diccionario, ni siquiera la incomunicación entre los seres humanos […] sino las catástrofes en la enseñanza pública y, quién lo dijera, privada, una demolición que vigorizan el desplome de las economías y el sopor ante la idea de las humanidades […]


Si aún persiste el impulso del desarrollo cultural, actúan en su contra, entre otros, los siguientes elementos: el deterioro del magisterio (salarial y social) y el crecimiento gozoso del analfabetismo funcional, muy en especial entre las «buenas familias». Desaparece la mayoría de las referencias que han sido el código compartido de los países de habla hispana, y los autores, lo reconozcan o no, sedirigen a los lectores desde la incertidumbre. «¿Qué se yo de lo que en verdad leen, y cómo enterarme de si leen lo que escribo con datos incontrovertibles ajenos a los índices de ventas?» Los puntos de acuerdo y recuerdo se van desvaneciendo y a esto José Emilio Pacheco lo llama el proceso de «las alusiones perdidas». El idioma febril de las nuevas corrientes no incluye por ejemplo a casi todas las referencias bíblicas, de la cultura grecolatina, de la historia del siglo XIX, de los grandes momentos de los países. ¿Cuántos saben en qué consistieron la burra de Balaam, la humillación de Canosa, el tonel de las Danaides, Scilla y Caribdis, o, en México, la Guerra de los Pasteles (la invasión del ejercito francés para cobrar la deuda de un pastelero) y el Héroe de Nacozari (el conductor de tren que se sacrifica para salvar a los pasajeros y a la población)? La memoria colectiva sólo interviene en las ocasiones de contento, y el ayer, salvo casos excepcionales, se considera denso, aburrido, dificultoso. Y la mayoría de los que leen, leen otra cosa, no sé cuál pero otra.


[...] ¿en qué momento y por qué motivo la lectura y la cultura definidas clásicamente (artes, música, teatro, cine de calidad) pasan a ser algo que se envía a las regiones del tiempo libre, mientras que los medios y la industria del entretenimiento son para demasiados «la realidad»? Y una gran interrogante: ¿cuándo se pierde, en definitiva, la causa de las humanidades como formación central?


Al humanismo se lo expulsa en definitiva del currículum educativo en la década de 1970, al encargársele a la iconosfera (el imperio de las imágenes) la formación de las nuevas generaciones. No se le ve sentido a la brillantez verbal, y cada vez son menos los capaces de sentirla y admirarla, la gran mayoría renuncia a la lectura de poemas, y el asunto se agrava al decidirse —sin razonarlo y sin deliberarlo— que la literatura ya no es el punto de partida de la estructura del conocimiento, sino, francamente, un entretenimiento que no alcanzó el grado de los deberes escolares. (Algo se sabe de la trama de Don Quijote, ¿pero quién lo lee? No ciertamente muchísimos funcionarios que presiden los homenajes a Cervantes). Y el sitio antes central de la literatura lo ocupan las imágenes, al grado de que el «tiempo libre» de la sociedad viene a ser lo que resta luego de ver partidos de futbol, telenovelas, reality shows, series televisivas, películas, lo que, además, ya no es «tiempo libre» sino «obligación urbana». ¿Tiene caso quejarse? Por supuesto que no, lo inevitable sucede aunque lo inevitable desemboque en la desarticulación de la sociedad.

Monsiváis fue el cronista de nuestras nuevas alusiones compartidas, y la conciencia siempre crítica del proceso gradual e inevitable de las alusiones perdidas. Pero, si como él mismo afirma, de nada sirve quejarse, ¿no sería más sensato acudir como un espectador silencioso al espectáculo diario de desarticulación de la sociedad? En algún sentido sí, pero ello no le quita valor a la filiación que podemos sentir hacia las causas perdidas —nosotros, quienes defendemos lo humano a capa y espada, sabiendo de antemano que ya hemos perdido la batalla. Así resume Monsiváis sus credenciales:

Mi acta de ciudadanía se arma con la suma de causas perdidas que me han importado y que continúan haciéndolo. Cómo negar el atractivo de las causas perdidas: alejan del orgullo pueril de la repartición de prebendas, le confieren a la derrota el aire de la sabiduría, auspician el sentido del humor a contracorriente, crean escalas valorativas más justas o mucho menos injustas y, sobre todo, se vuelven inevitables en la era neoliberal. Si no se cae en el victimismo, las causas perdidas son un recurso enorme de la salud mental. «Que Dios debería proteger a los buenos ya que los malos son definitivamente estúpidos y tan corruptos que en las noches se giran a sí mismos cheques sin fondos».

No nos percataremos de inmediato del significado que tiene la pérdida de Monsiváis. Pronto o tarde quizá su obra se desvanezca en el proceso de las alusiones perdidas. Quizá él mismo, más consciente que muchos otros, sabía que también esa batalla la tenía perdida. ¿Fue él nuestro último intelectual? ¿Nuestra última mirada penetrante, imaginativa y vagabunda? No el último, pero sí uno de los últimos. Pocos quedan que, sin encasillarse en los especializados y eruditos muros de la academia, ni en la profesión analfabeta de los opinadores profesionales, combinen virtuosamente el rigor y la imaginación que, como afirma Carlos P., son los ingredientes necesarios para examinar cualquier cosa.


(Texto para la cápsula «Al Margen del Libro», del programa Notas al Margen. A transmitirse el 29 de junio de 2010).

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