domingo

Analiticidad avant la lettre



Leo, con gusto y sorpresa, el Discours sur le style de Leclerc. Digo "con gusto y sorpresa" sobre todo porque desde hace algunos meses (¿años?) me molesto cada vez más con el tipo de discurso que abunda en el ámbito filosófico latinoamericano y europeo-continental. Este discurso se caracteriza, principalmente, por seguir un principio que mi amigo Carlos P., haciendo alusión a Borges, llama "el principio de la secta de los monótonos": a saber, "siempre es bueno más de lo mismo". Este discurso, además, es francamente permisivo. Se puede decir cualquier cosa, siempre y cuando suene profunda, se citen muchas fuentes (seguramente para aparentar que se lee mucho), y esté "estructurado" fuera de toda estructura. "Andar por las ramas", "ser barroco", "no respetar la gramática", "impedir que el otro te entienda" y, por tanto, "que el otro pueda emitir un juicio razonado sobre lo que dices", son principios subordinados al principio rector que fundamenta al discurso filosófico de moda.

En este contexto, otro asunto que me molesta mucho más que el anterior, es la ignorancia de quienes desprecian la filosofía analítica basados en un prejuicio muy tonto: considerarla como un discurso árido y carente de interés. Detrás de esta idea se aloja una comprensión unívoca y reductiva de lo que es la misma filosofía analítica. Cuando aludimos a ella, de manera muy básica, podemos estarnos refiriendo a dos cosas muy distintas: a) a un período histórico que abarca de manera general a Frege, Russell, el primer Wittgenstein, el neopositivismo del Círculo de Viena, etc.; o bien, b) a una metodología filosófica que puede tener compromisos filosóficos muy diversos (incluso contrapuestos entre filósofo y filósofo). Si hacemos caso al segundo sentido, la filosofía analítica no necesariamente implica un discurso árido, y mucho menos uno que hable de cosas que no interesan al ser humano ordinario. Por el contrario, la filosofía analítica puede y debe hablar de cualquier cosa, y además dispone de una serie de herramientas que permiten hacerlo de la mejor manera posible. Es en este sentido en el que puedo asegurar que el Discours sur le style de Leclerc constituye una especie de antología de los principios más básicos de la filosofía analítica avant la lettre; y de cómo debe presentarse cualquier discurso que tenga pretensiones cognitivas (no digo "científicas", pues este adjetivo también suele comprenderse de manera unívoca y reductiva). Cito varios fragmentos de este hermoso elogio del pensamiento preciso y maduro:
¿Qué es necesario para conmover y persuadir a la mayoría? Una entonación vehemente y patética, ademanes expresivos y frecuentes, palabras impetuosas y sonoras. Pero para los escogidos, de pensamiento vigoroso, de gusto delicado y sentido exquisito que, como ustedes, señores, toman poco en cuenta la entonación, los ademanes y el vano sonido de las palabras, se requieren asuntos, pensamientos, razones; es preciso saber presentarlos, matizarlos, ordenarlos; no es suficiente hacerse oír y atraer la mirada; es preciso influir en el alma e impresionar el corazón hablando al espíritu.

El estilo no es sino el orden y el movimiento que se pone a los pensamientos. Si se los enlaza estrechamente, si se los ajusta, el estilo resultará firme, vigoroso y conciso; pero, por elegantes que sean, si se los deja sucederse lentamente y no se juntan sino merced a las palabras, el estilo será difuso, flojo y lánguido.

Pero antes de buscar el orden en que han de presentarse los pensamientos es necesario haber hecho otro orden más general y más estricto, donde no deben entrar sino las primeras ojeadas y las principales ideas; un tema quedará circunscrito y se conocerá su extensión al asignarle un lugar en este plan inicial; los justos intervalos que han de separar las ideas principales se determinarán atendiendo a estos primeros lineamientos y así nacerán las ideas accesorias e intermedias que servirán para completarlas. Por el esfuerzo del intelecto se concebirán todas las ideas generales y particulares desde su verdadero punto de vista; con una gran finura de discernimiento se distinguirán los pensamientos estériles de las ideas fecundas y, por la sagacidad que da la larga costumbre de escribir, se presentirá cuál será el producto de todas estas operaciones del espíritu [...]

[El discurso] no puede impresionar el espíritu del lector ni puede hacerse sentir sino por la ilación, por la dependencia armónica de las ideas, por un desarrollo sucesivo, una gradación sostenida, un movimiento uniforme que toda interrupción destruye o hace languidecer [...]

Por la falta de plan, por no haber reflexionado suficientemente sobre su tema, un hombre agudo puede meterse en embrollos y no saber por dónde comenzar a escribir. Percibe a la vez un gran número de ideas y, como no las ha comparado ni subordinado, nada hay que le determine a preferir las unas a las otras; queda pues, en la perplejidad.

Pero cuando haya hecho un plan, una vez que haya juntado y puesto en orden los pensamientos esenciales de su tema, percibirá fácilmente el instante en que debe tomar la pluma, sentirá el punto de madurez de la producción del espíritu, estará obligada a hacerla brotar y no tendrá seguramente sino el placer de escribir: las ideas se sucederán sin dificultad y el estilo se hará natural y fácil, la vehemencia nacerá de este placer, lo esparcirá por doquier y dará vida a cada expresión, todo se animará más y más, el tono se elevará, los objetos tomarán color y el sentimiento, juntándose a la claridad, la aumentará, la llevará más lejos, la hará pasar de lo que se dice a lo que se va a decir y el estilo resultará interesante y luminoso.
En este punto, Leclerc hace varias observaciones, las cuales brillan por su actualidad, y son aplicables para la mayoría de los discursos a los que nos hemos acostumbrado (no sólo aquéllos que tienen un propósito cognitivo, sino incluso aquéllos que tienen propósitos primariamente poéticos o literarios):
Nada se opone más a la vehemencia que el deseo de poner en todas partes rasgos ingeniosos, nada es más contrario a la luz que debe revelar la forma y esparcirse equitativamente en un escrito que esas chispas obtenidas a la fuerza haciendo chocar las palabras unas contra otras y que nos deslumbran sólo unos instantes para dejarnos enseguida en las tinieblas. Son pensamientos que no brillan sino por oposición: solamente presentan un lado del objeto, dejando en la sombra todas las otras caras; a menudo este lado que se escoge es un punto, un ángulo sobre el cual se hace mover al espíritu con tanta facilidad que se lo aleja más de las grandes caras desde las cuales el sentido común acostumbra considerar las cosas.

No hay nada, todavía, más opuesto a la verdadera elocuencia que el empleo de estos pensamientos finos y la búsqueda de estas ideas ligeras, desleídas, sin consistencia y que, como la hoja de un metal batido, no tienen destello sino en tanto pierden solidez. Así, cuanto más ingenio nimio y brillante se ponga en un escrito, menos vigor tendrá, menos claridad, menos vehemencia y estilo [...]

Nada se opone más a lo naturalmente bello que el trabajo tomado para expresar cosas ordinarias o comunes de una manera singular o pomposa; nada degrada más al escritor. Lejos de admirarlo, nos causa lástima por haber empleado tanto tiempo en hacer nuevas combinaciones de sílabas para no decir sino lo que todo el mundo dice. Éste es el defecto de los espíritus cultivados pero estériles; usan palabras en abundancia, pero no ideas; trabajan, pues, sobre las palabras y se imaginan haber combinado ideas porque han combinado frases, haber depurado el lenguaje cuando lo han corrompido al torcer el sentido de las acepciones. Estos escritores carecen de estilo o, si se quiere, no tienen sino la sombra de él. El estilo debe grabar los pensamientos, ellos no saben sino trazar palabras.
Así resume Leclerc las condiciones que él piensa son necesarias para escribir bien:
Para escribir bien es necesario, pues, dominar plenamente el tema; es preciso reflexionar mucho para ver con claridad el orden de los pensamientos propios y formarlos en una serie, una cadena continua, donde cada punto represente una idea; cuando se haya tomado la pluma, será necesario conducirla sucesivamente sobre el rasgo inicial sin permitirle que se desvíe, sin apoyarla demasiado desigualmente, sin darle otro movimiento que el determinado por el espacio que debe recorrer. En esto consiste la severidad del estilo, esto es también lo que hará la unidad y lo que regulará la rapidez; asimismo, sólo esto bastará para hacerlo preciso y sencillo, igual y claro, vivo y continuo. Si a esta primera regla, dictada por el intelecto, se le agrega la delicadeza y el gusto, el escrúpulo en la elección de las expresiones, el cuidado de no nombrar las cosas sino en los términos más generales, entonces el estilo tendrá nobleza. Si se agrega aun la desconfianza para con el primer impulso propio, el desprecio de todo lo que no sea más que brillo y una repugnancia constante por lo equívoco y lo cómico, el estilo tendrá gravedad y hasta majestad.
Para entender cabalmente el Discours de Leclerc, debemos tener en mente en contra de quién o quiénes está escrito. Leclerc lo escribió en 1753, cuando fue electo como miembro de la Academia Francesa, como una protesta contra el estilo que entonces prevalecía, y que afectaba principalmente a los textos científicos (con propósitos primariamente cognitivos). Estos tratados, como parece sugerir implícitamente Leclerc, recurrían a la retórica abigarrada y a las descripciones fastuosas y afectadas, en lugar de simplemente exponer los datos con un lenguaje sencillo, ágil y sin ornamentos superfluos. Al leer el Discours, nos podemos percatar del énfasis que Leclerc hace sobre todo en: a) el orden expositivo, b) la jerarquía argumentativa, c) la reflexión como un paso necesario y previo a la escritura; y d) el desprecio hacia lo superfluo, los chispazos geniales, lo cómico y lo innecesario. En resumen, Leclerc sienta las bases, a mi modo de ver, de la analiticidad como una de las principales virtudes epistémicas.


* Afortunadamente, la UNAM publicó en 2003 la traducción castellana del discurso de Leclerc, a cargo de Alí Chumacero, con una excepcional presentación de José Luis Rivas. Además, su costo es risible. Para mayor información, pueden dar click aquí.


** En la misma línea de Leclerc se encuentra Jacques Bouveresse, quien en Prodiges et vertiges de l'analogie. De l'abus des belles-lettres dans la pensée (Paris: Liber-Raisons d'agir 1999) propone algo muy similar en contra del discurso científico de moda en nuestro tiempo (contra sus abusos, tendencias, prejuicios y manías). Disponemos ya de una traducción castellana, publicada por Libros del Zorzal. Para mayor información, pueden dar click aquí.


6 comentarios:

Guillermo Núñez dijo...

Oye Mario... ¿y no será que la gente se refiere usualmente al primer sentido que mencionas de "filosofía analítica" porque el segundo se identifica más bien con la filosofía sin adjetivar, en general? Se me ocurre.

Te voy a contar, cambiando de tema, una anécdota. Me encontraba, hace tiempo ya, leyendo ese texto de Leclerc y en algún momento -según recuerdo- leí una recomendación: tomar notas de lo que uno leía. Y entonces anoté en mi cuaderno que llevaba: "Recuerda tomar notas". Es lo único que recuerdo del libro. :(

Mario Gensollen dijo...

En efecto Memo, sólo una acotación: así "debería" ser, lastimosamente no "es" así. Yo pienso que la filosofía analítica, en el segundo sentido que menciono, es la filosofía sin más. Por desgracia, hoy cualquier discurso pseudoprofundo, complejo, donde los sentidos de las palabras se tuercen hasta que ya no sabemos qué significan, donde no se defiende nada ni se trata de refutar nada, donde los argumentos no existen..., eso es la filosofía para casi todos en este país, y para la mayoría de los franceses, por ejemplo. Basta leer a cualquier posmoderno para sentir nauseas.
Por otra parte, pues vuelve a leerlo, es grandioso. Aunque ahora que lo pienso a ti te gustaría más su Historia Natural. No sé si la conozcas, pero es un libro muy bonito. Me recuerda a algunos libros que alguna vez me enseñaste, aunque ahora no recuerdo de quién ni cuáles :(

Guillermo Núñez dijo...

Mira:

http://guillermoinj.blogspot.com/2008/02/sobre-un-viaje-california-de-1769.html

Y quizá eran cosas de Haeckel:

http://es.wikipedia.org/wiki/Ernst_Haeckel

Apenas empezaré a leer a Jameson, a ver qué taaaaaaaaal.

Mario Gensollen dijo...

¡Ellos meros!

Darío Zetune dijo...

Hola Mario, llego a tu blog por José María y Paloma. Me gusta lo que leo. Siempre se agredecen sitios como este.

Entiendo la molestia que puede provocar esos discursos ampulosos que no dicen nada, pero no creo que eso se pueda adjudicar a todo pensamiento posmoderno; digo, por lo menos no lo creo para Derrida, Vattimo, Foucault, Gadamer o Lyotard, incluso para Deleuze que es uno de los que se menciona en "Imposturas intelectuales".

Por otro lado, si algo ha pensado la filosofía postmetafísica -es decir, posmoderna-, es el tema del "otro" y la dialogicidad, que implica el entedimiento y el desacuerdo. Sería paradójico que un pensamiento que se preocupa por esos temas, no sea capaz de hacerse entender para los que campean en otras tradiciones filosóficas, ya no digámos, culturales.

Bueno, regreso a mi lectura de "Imposturas intelectuales". Es muy divertida. Luego comentaré en la entrada correspondiente.

Un saludo.

Sergio

Mario Gensollen dijo...

Hola Sergio,
Entiendo tu punto. Es más, pienso que existen filósofos continentales muy interesantes. Hace tiempo (no tanto), incluso disfrutaba leyéndolos. Por ejemplo, a Heidegger o Levinas. Aunque, lo confieso, ahora vivo una especie de etapa de "furia analítica", ocasionada sobre todo por mi cansancio y hastío frente al tipo de discursos de moda. De verdad creo lo siguiente: si algo puede ser dicho (algo con sentido), puede ser dicho claramente (no en el sentido en que lo piensa Wittgenstein en el Tractatus, sino en un sentido mucho más tolerante). En resumen: me aburre y me molesta que un texto no diga explícitamente qué tesis trata de defender, no exponga de manera medianamente ordenada sus argumentos, y deforme el sentido ordinario de nuestros términos hasta hacerlos irreconocibles para el lector. Pienso que el punto de Sokal y Bricmont es aun más concreto: critica a los posmodernos pues hacen uso, no pocas veces, de lenguaje científico sin dar un sólo argumento de por qué dichos traslapes son importantes y tienen sentido. Lo sé, aun así alguien podría decir que eso no basta para desacreditarlos por completo. Y es obvio, estoy de acuerdo con eso. Pero lo que sí indica el estudio de Sokal y Bricmont es que son, al menos, sospechosos y poco honestos intelectualmente. Con esa base, lo único que yo pienso es que: habiendo tanto que leer y tanto que pensar, no pienso detenerme en ciertos textos que al menos son sospechosos, son poco honestos, poco ordenados, y que muy pocas veces dicen explícitamente lo que defienden o lo que atacan. Lo sé, soy un analítico en una etapa furibunda, pero no me queda otra opción en mi triste contexto atestado de posmodernos.
Un saludo también
P.D. No sé a qué José María te refieres... Me dejaste intrigado.