¿Recuerdas aquella noche brumosa que cruzaste el Pont des Arts? Te detuviste a la mitad, dubitativa, y escuchaste durante algunos minutos la cadencia silenciosa del Sena. No acostumbrabas fumar, pero siempre cargabas una cajetilla en la bolsa. Algunas ocasiones, pocas, ameritaban algunas caladas y ver el humo extinguirse a lo lejos. Prendiste un cigarro y fumaste pasmada. Te había sucedido un par de veces, sentir el mundo fundirse uno contigo. Las barreras desaparecer y encontrar una intimidad perdida con lo que te rodea. Algo sucedía y sentías un escalofrío reconfortante recorrer tu espalda, tus brazos. Potenciar la sensibilidad de tus dedos. Los ojos se humedecían. No llorabas, sólo te embargaba una felicidad pacífica. Cuando eso sucedía, sin ninguna razón, mirabas al cielo. Esa noche fue la tercera.
En el puente que pisabas, recordaste, Oliveira y la Maga se encontraban sin andarse buscando. Habías leído que Napoleón I lo mandó construir con un manufacturero inglés, y fue el primer puente metálico en París, símbolo de la magnificencia y progreso del imperio en ciernes. También, recordaste, el Pont des Arts había cerrado algunos años después de la Segunda Guerra Mundial a causa de los bombardeos constantes del ejército nacionalsocialista. El puente, en el que ahora te detenías, había sido vuelto a construir en febrero de 1981, justo durante los días en los que habías nacido. Sentiste, recuérdalo, una hermandad con aquellas vigas y maderas y el río que había visto callado pasar la historia del siglo. También volviste a sentir aquel aliento en tu cuello, aliento que desde hace tres años nunca ha faltado a tu lado, en tu cama, tu vida.
Hace tres años en este mismo lugar te detuviste. No prendiste un cigarro, pero tomaste la cámara, tu bendito juguete. Tomabas fotos de las chispas resplandecientes en el agua, luego de la farola que las causaba, las texturas del metal y tus pies sobre las rocas que fueron colocadas cuando llegaste al mundo. Aquella noche un hombre caminaba solitario por el puente. Pensaba, como solía hacerlo durante sus caminatas nocturnas. Aquella ocasión se detuvo a unos metros de ti. Él, como Oliveira, como la Maga, como tú, era americano. Vestía desaliñado y encorvado caminaba mirando al suelo. Tu reacción inicial fue defensiva. Cruzaron miradas, azarosamente. Algo había en él que de inmediato soltaste el cuerpo y regresaste al río, su danza y tu cámara. Mientras tanto, él miraba el cielo y se detenía unos segundos en el vaho que desprendía su aliento invernal. Contra toda lógica, fuiste tú quien te le acercaste. Charlaron como dos viejos moribundos.
Su primera plática, quizá no lo recuerdes, fue sobre la existencia. Ambos tenían una maniaca obsesión con el presente, con el ahora, su fugacidad. Su intensidad. Su pura presencia. Él, esto sí lo recordarás, te citó algunos párrafos de Proust, te cantó algunos versos de Baudelaire, y concluyó no sin cierta pedantería que las sorpresas tienen la mayor carga ontológica. Fue, eras, éramos unos muchachos. Recuerda que, como siempre, día a día, tres años, le contradijiste. No porque creyeras otra cosa. No. Contradecirlo seguía una lógica informal. Una especie de mayéutica para sacarlo de quicio. Te gustaba verlo enfadado, bufar contra las torpezas teóricas que hacías decirle. Sentías una profunda satisfacción, y la seguiste sintiendo, haciéndole ver que su inteligencia no era tal cual él la imaginaba. Al él esto también le satisfacía.
Esa noche se dejaron en ese mismo puente. Tú caminaste hacia el patio interior del Louvre, él hacia el Institut de France. Muchas veces volvieron a encontrarse, allí, en el barrio de Montmartre, en el de Pigalle. Eras tú quien lo abordaba. Él contenía la sonrisa. Tomaban café en Les Deux Magots, en Le Dauphin, en Le Rendez-Vous des Belges. Poco a poco la plática se convirtió en una especie de susurro y su compañía una clase de complicidad. Terminaron, meses después del encuentro inicial, dormidos en el sofá de tu piso en el Quartier Latin. Esa noche sentiste por primera vez su aliento en tu cuello, tu vida pasar con cadencia a través de la noche y su silencio.
Así sería y así es, y en eso pensabas mientras tu cigarro se consumía en el Pont des Arts. Yo te veía desde la otra orilla. Creías que estaría escribiendo o leyendo, esperando tu llegada del College de France. Yo también fumaba. Sabía que los miércoles por la noche tomabas una horas para leer en la biblioteca a la salida, luego entrabas a algún café de la zona, y terminabas el ritual justo aquí, mirando el Sena pasar como pasa tu vida. Nunca te espié. Sólo lo sabía. Lo adivinaba. Por eso acudí aquella noche. Te observé fumar. Te mire pensar. Sentía cómo disfrutabas aquellas caminatas nocturnas, tu curiosidad, tu aparente despreocupación. Amaba y amo cada uno de tus pasos.
Te tomé por sorpresa, pero con cautela. Te abracé por la espalda y coloqué mi boca a ras de tu cuello. Expiré calor, como todas las noches. Colocaste tu mejilla sobre mi hombro. Fueron algunos minutos. Callados. Sé que sabías, sabíamos ambos, que la vida había comenzado y terminaría allí, en el Pont des Arts.
*Próximamente aparecerá por ahí. Les aviso.
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