domingo

Kant. Ontología y belleza


Kant, la metafísica y la naturaleza

(primer borrador de una reseña; agradezco comentarios)

En Kant. Ontología y belleza (en adelante KOB), Juan Carlos Mansur propone una lectura de la tercer Crítica kantiana a partir de una clave exegética principal: la ilusión trascendental. Sin embargo, su propuesta es aún más arriesgada, y se deja ver desde el primer capítulo de la obra: es posible comprender la filosofía crítica kantiana, justamente a partir de un enfoque dirigido al concepto de «ilusión». Por ello, Mansur no se detiene sólo a analizar detenidamente la tercera Crítica, sino que dialécticamente transita tanto por la primera como por la tercera. El interés de Mansur en las ilusiones trascendentales, que se presume desde el inicio de KOB, se explicita en la Conclusión: Kant no es sólo un gran crítico de la metafísica, sino que él mismo es un pensador metafísico. Así lo señala el autor: «Kant no pretende cerrar caminos para la filosofía, sino señalar los caminos correctos para filosofar, un filosofar que requiere una forma especial de dialogar, pretende hacer ver que la tendencia metafísica está siempre ahí en el hombre, y que es importante tomar conciencia de que si bien hasta ahora no ha habido ni habrá solución definitiva o última al tema del ser, y que en este sentido, nadie que pretenda resolver de forma definitiva las interrogantes metafísicas debe ser tomado como verdadero profeta, sin embargo, no por ello la tendencia metafísica del hombre es ilegítima y debe ser abandonada, pues habita en la raíz profunda del espíritu humano y nunca dejará de brotar. Siempre habrá metafísica, pero creer haber llegado a conocer la totalidad del ser, lo incondicionado es caer en una ilusión que vuelve improductivo el pensar metafísico y nos lleva a interminables dialécticas y luchas entre escuelas, pero nunca a eliminar los deseos del ser humano por saber» (pp. 260-1).

A Mansur no le faltan apoyos textuales para las afirmaciones anteriores. En KOB nos ofrece muchos a lo largo de toda la obra. Sin embargo, cabría preguntarse si es que las intenciones de Kant, explícitas en su reconocimiento del impulso metafísico natural del hombre, no son a su vez parte de su crítica a la metafísica. Me explico. En ciertos puntos, parece que Kant busca desterrar la ingenuidad de aquellos que piensan que es posible que el ser humano prescinda de su natural impulso metafísico, lo cual es claro, y el apoyo textual para esta afirmación es abundante. A pesar de ello, estas mismas afirmaciones pueden entenderse, sí, como el reconocimiento del impulso metafísico del animal humano, a su vez como la constante e interminable tentación de trascender los limites de los usos legítimos de la razón. Desde este punto de vista, Kant es un crítico de la metafísica, que reconoce que la tentación de trascender los límites de la razón es una constante que siempre habría que tener presente. En otras palabras, también es posible leer estas afirmaciones kantianas sobre el natural impulso metafísico del hombre como una justificación de la necesidad de la filosofía crítica, más que como una defensa de la metafísica. Creo que así puede leerse la siguiente afirmación kantiana: «…hay en nuestra razón (considerada subjetivamente como una facultad cognoscitiva del hombre) reglas básicas y máximas para aplicarla que tienen todo el aspecto de principios objetivos. Debido a tales principios, se toma la necesidad subjetiva de cierta conexión —favorable al entendimiento— de nuestros conceptos por una necesidad objetiva de determinación de las cosas en sí mismas. Se trata de una ilusión inevitable… nunca podrá lograr que desaparezca incluso (como la ilusión lógica) y deje de ser ilusión» (KrV, A297/B353-4).

Ahora bien, lejos de estas consideraciones exegéticas, Mansur realiza una lectura detenida de las ilusiones trascendentales en la primera Crítica, en el primer capítulo; una lectura detallada de la ilusión, tal cual se aborda en ambas introducciones a la tercera Crítica, en el segundo; y un análisis detenido de la misma ilusión trascendental en la tercera Crítica, en el tercero, el más amplio. Quizá sea ésta la razón por la cual el clásico concepto kantiano de «genio» no aparece, y cede su lugar central a la «belleza natural». Se trata, a mi parecer un gran acierto, el cual detallaré un poco más adelante. Pero vayamos por pasos.

A la luz de la primera Crítica, Mansur puntualiza el concepto de ilusión trascendental: «Kant llega a la explicación que motivó su estudio de la Crítica de la razón pura, la metafísica entendida como ciencia que conoce las cosas en sí mismas es una ilusión trascendental y la ilusión trascendental surge como un abuso de la facultad racional, es decir, cuando se piensa que las ideas de la razón confieran una unidad objetiva a las cosas, de tal suerte que las ideas dejan de ser un principio para que reflexionemos sobre la naturaleza y pasan a ser un “modelo objetivo”, al cual debe plegarse y dirigirse la naturaleza. Esta ilusión, semejante a la que denuncia Kant para el entendimiento, es calificada de “espejismo de una ampliación del entendimiento puro”; y surge porque la razón toma sus principios como trascendentes y sobrepasa los límites de la experiencia posible» (p. 55). Mansur piensa que la ilusión trascendental juega un papel clave en la primera Crítica kantiana pues es la clave para comprender su filosofía trascendental. Cuando la razón o el entendimiento van más allá de la experiencia posible, y enuncian principios absolutamente incondicionados, caen en una ilusión y terminan por olvidar que no están hablando de la cosa en sí, sino sólo de su modo de presentarse (los fenómenos). Es decir, atribuyen a la realidad conceptos, sin percatarse de que los conceptos aplicados por la imaginación son fruto de la razón o el entendimiento y no de la cosa: nosotros sometemos a la naturaleza a un orden por medio de la razón y el entendimiento; no son la razón y el entendimiento los sometidos por el orden de la naturaleza, ya que si existe dicho orden, al ser humano le está vedado conocerlo de cualquier forma.

Algo similar sucede con nuestros juicios de gusto, y aquí está la clave de KOB. La ilusión trascendental vuelve a jugar un papel central en la tercera Crítica kantiana. Habitualmente nos confundimos al emitir juicios de gusto, dado que el predicado de «belleza» lo atribuimos como si fuese una cualidad del objeto. Otra vez, al igual que en nuestros juicios determinantes en la ciencia empírica, nuestros juicios de gusto se piensan universales puesto que atribuyen predicados a la cosa. Mansur se detiene a detalle en tratar de explicar el concepto de «pretendida universalidad» de la tercera Crítica. Primero que nada, habría que reparar en cuáles son las condiciones que hacen posible la universalidad del juicio de gusto. Así lo sintetiza Mansur: «El ‘giro copernicano’ del sentimiento garantiza las condiciones de universalidad del juicio de gusto; dichas condiciones se encuentran en “la capacidad universal de comunicación del estado de espíritu” de la representación dada» (p. 154). Sin embargo, la universalidad del juicio de gusto es sólo una «universalidad subjetiva», pues aunque el entendimiento y la imaginación entran en «el libre juego de las facultades», esta relación no es objetiva, por ello «tampoco se puede dar una prueba objetiva de la universalidad de la experiencia estética» (p. 157). Lo que esto quiere decir no es tan complejo: a saber, que cuando comunicamos a otro nuestro estado de espíritu, fruto de la experiencia estética, el otro bien puede no comprender, ignorarnos, incluso estar en franco desacuerdo con nosotros. Dicho de otra manera, la pretendida universalidad del juicio de gusto es «pretendida» en tanto «comunicable», pero al no ser objetiva cualquier discusión conceptual no viene al caso. No existen, pues, reglas de apreciación, ni manuales de buen gusto. La premisa clave de la argumentación kantiana, Mansur la detecta de manera clara: «En el caso del juicio de gusto subsiste otro tipo de conciencia: se trata de la conciencia estética que Kant también llama conciencia subjetiva. El objeto es determinado pero la determinación no procede de los conceptos. Existe una “unidad de relación”, pero esta unidad no es producto de una relación objetiva que se tenga que conocer y demostrar conscientemente. La relación subjetiva de hecho no se puede conocer, sino que sólo se puede “sentir”. Somos conscientes de ella no por conocimiento, sino por la sensación que se genera al tener lugar la relación» (pp.161-2; énfasis añadido).

Así, el libre juego que se da entre entendimiento e imaginación, y fruto del cual algo place[1], es un juego del que no tenemos noticia epistémica (por decirlo de alguna manera). Es decir, no conocemos la relación subjetiva, sino sólo la sentimos. Por ello, cuando tratamos de comunicar nuestro estado de espíritu, la universalidad a la que podemos aspirar es subjetiva, por tanto siempre será sólo una «pretensión de universalidad»; a diferencia del juicio determinante en la ciencia empírica, cuya universalidad es objetiva. En resumen, de lo que place se puede hablar, pues sus condiciones no son privadas, pero nunca se debe esperar un acuerdo definitivo.

En el tercer capítulo de KOB, Mansur repara, en el apartado «El mundo como signo y sendero de la moral», en un tema un tanto opacado en los estudios estéticos kantianos. La primacía del tema del «genio» suele dejar de lado una de las principales preocupaciones kantianas, la cual me servirá para anotar un poco más adelante el que creo es el principal talante metafísico en la obra crítica kantiana. Empecemos afirmando, con Mansur, que en Kant (a diferencia clara de Hegel), la belleza natural está muy por encima de lo bello del arte. Para argumentar a favor de esta interpretación, habría que partir de la distinción kantiana entre interés empírico e interés intelectual. Se sabe que para Kant, el juicio de gusto es desinteresado, es decir, no despierta por sí mismo un interés en el objeto. Sin embargo, existen intereses que se despiertan de manera indirecta en los objetos. Uno de ellos lo denomina «empírico», y tiene que ver principalmente con nuestra inclinación a la sociedad, a comunicar lo placentero a los demás, a embellecer el entorno, a pertenecer a grupos sociales. En contraparte, Kant encuentra en el interés que denomina «intelectual» un verdadero aliciente a la moralidad, pues en este interés intelectual por lo bello se produce una transición del sentimiento a la moral. Así lo explica Mansur: «Gracias a esta transición [del sentimiento a la moral], el contemplador que mira las formas bellas se siente llevado a amar la naturaleza y a interesarse por ella (hasta el punto de abandonar el mundo cultural humano para adentrarse más y más en la naturaleza salvaje). Quien se interesa intelectualmente en la naturaleza bella, experimenta una especie de despertar moral en las formas bellas y las contempla como si manifestaran un “lenguaje cifrado”, como es el caso de los colores, los cuales, aunque no son formas puras de belleza, sí ejemplifican para Kant este surgir de significados del mundo natural» (p. 180). El parágrafo 42 de la tercera Crítica es paradigmático a este respecto:

Concedo gustosamente que el interés en lo bello del arte (donde también incluyo el uso artístico de las bellezas de la naturaleza para el adorno y en esta medida para la vanidad) no proporciona absolutamente ninguna prueba a favor de un modo de pensar apegado a lo moralmente bueno o si quiera inclinado a ello. Pero afirmo por el contrario que tomarse un interés inmediato en la belleza de la naturaleza (no meramente tener gusto para enjuiciarla) siempre es signo de un alma buena; y sostengo que \ cuando este interés es habitual pone al menos de manifiesto una disposición del ánimo favorable al sentimiento moral, cuando se enlaza con agrado con el examen de la naturaleza (KU, AK. V 298-9; B 165-6).

Mansur trata, de manera arriesgada y provocativa, de poner a Kant a dialogar con la tradición metafísica continental, sin reducirlo a un crítico destructivo de la misma. Sin embargo, habría que preguntarse si el nexo metafísico de Kant no está sobre todo en el plano de la ética, como él mismo parece sugerir en su segunda Crítica. Al menos, el Kant metafísico que Mansur trata de encontrar en la tercera Crítica parece remitirnos a la segunda. Uno de los puntos más sugerentes para las discusiones estéticas contemporáneas sería, a mi parecer, éste mismo: que la belleza natural, y el interés intelectual que nos suele producir, es un corolario a la ética. Algo que no sucede con lo bello del arte. La crítica kantiana no sólo es pertinente, sino que pienso que sus profundas sugerencias podrían llevarnos a resolver de manera definitiva una preocupación que sigue aquejándonos: ¿cómo es posible que las grandes civilizaciones, las cuales han sido capitales del arte y la cultura en momentos históricos muy precisos, a su vez hayan sido civilizaciones sangrientas, intolerantes e imperialistas? El de arte y ética ha sido un binomio bastante problemático en nuestra historia; pero en Kant encontramos una respuesta que nos alivia: es lo bello natural, nuestro interés en ello, y no en lo bello del arte, lo que realmente es un corolario a la ética. Sólo así podremos explicarnos la recurrente convivencia histórica de la belleza y la barbarie.

Quizá la mayor virtud de KOB sea desenterrar un tema poco enfocado en las interminables disputas anglosajonas y continentales, y, gracias a ello, ofrecer un Kant no tan alejado de una tradición que no sólo criticó, sino a la cual perteneció y a la luz de la cual deberíamos ponderar su sistema. KOB, así, sea quizá el primer paso de una investigación que requiere detallar las relaciones entre el arte, la cultura y la naturaleza. No dudo que la gran moraleja de KOB sea refrescante para el estudio renovado de Kant en nuestro país: Kant es uno de los representantes paradigmáticos del sano y virtuoso justo medio entre el dogmatismo y el escepticismo.

Mario Gensollen

Departamento de Filosofía

Universidad Autónoma de Aguascalientes



[1] Es justo en esta inversión, en la que, en términos kantianos, se encuentra «la clave del juicio de gusto»: «Si el placer en el objeto dado fuese lo primero, y sólo la universal comunicabilidad del mismo debiera ser atribuida, en el juicio de gusto, a la representación del objeto, semejante proceder estaría en contradicción consigo mismo, pues ese placer no sería otra cosa que el mero agrado de la sensación, y, por tanto según su naturaleza, no podría tener más que una validez privada» (KU, AK V, 217).

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